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martes, 18 de agosto de 2009

24 Horas Solidarias (o el eterno retorno de lo mismo)

La opción para el primer relato de esta sección es para el incontestablemente número uno de los "Race Reports" latinos. No es Halcón. Ni siquiera es uruguayo, más allá de que, incluyendo en su currículum el Cruce de los Andes, ha corrido maratones hasta en nuestras tierras. Es pionero de esta extravagante rama literaria, al menos en el Río de la Plata. Ernesto Toubes, dicho con el mayor respeto y cariño, siempre fue el antihéroe de toda carrera. Concurrió con el solo afán de completar las 24 horas de Venado Tuerto de "punto"; pero las liebres se confiaron y fue "banca". Revivir esta narrativa de 2004, les demostrará que no hay nada que se propongan que (con un poco de suerte mediante) no puedan alcanzar. Por eso, ¡nunca se rindan!



24 HORAS SOLIDARIAS (O EL ETERNO RETORNO DE LO MISMO)


Por Ernesto Toubes


“También noté, con creciente preocupación, que dentro mío surgía una sensación que los franceses denominan “deja vu” y que consiste en sentir que estamos reviviendo una situación que ya hemos vivido anteriormente…”. Debo advertir al potencial lector que describir el transcurso de 24 horas en la vida de un hombre se presume como una lectura tediosa, máxime si ese hombre se ha pasado esas 24 horas dando vueltas a una plaza.


24 HORAS SOLIDARIAS

Hace cuatro mil millones de años, día más, día menos, que el planeta Tierra orbita en torno al Sol.
No conforme con este ejercicio, también gira sobre su propio eje. Gracias a este movimiento de rotación, la superficie de la Tierra se expone cíclicamente a los rayos solares. Lo ha de hacer para tostarse parejo. El tiempo que demora la Tierra en dar un giro sobre sí misma se denomina día y ha sido parcelado arbitrariamente por el hombre en 24 horas.
Resumiendo y yendo al grano, las 24 Horas Solidarias consistían en acumular la mayor cantidad de vueltas posibles en torno a la plaza San Martín de Venado Tuerto mientras el planeta completaba un giro sobre sí mismo.

El sistema propuesto para la prueba era el de postas o relevos. Al no limitarse el mínimo de participantes por equipo, quedaba abierta la posibilidad de acometer la tarea en solitario.
Incluso hubo dos equipos que se anotaron sin integrante alguno. Desgraciadamente, ninguno de ellos pudo completar siquiera una vuelta.
Cansado de carreras cortas en las que nunca termino de acomodarme, decidí afrontar el desafío.
Fue una desagradable sorpresa comprobar que había otros participantes inscriptos para la modalidad individual. Este contratiempo comprometía seriamente mis chances de lograr una victoria.
La largada fue altamente emotiva. Una vuelta previa con todos los participantes caminando y luego la hora cero. El planeta, indiferente, continuaba girando.
Rápidamente noté que la sinergia producida por los participantes de las postas me hacía ir demasiado rápido.No tardé en ubicarme en el último lugar.

También noté, con creciente preocupación, que dentro mío surgía una sensación que los franceses denominan “deja vu” y que consiste en sentir que estamos reviviendo una situación que ya hemos vivido anteriormente. Esta sensación se repetía cíclicamente, cada vez con mayor nitidez. Pensé en la idea del Eterno Retorno. ¿Estaría inmerso en una situación asimilable? Tras largas cavilaciones descubrí que el deja vu se producía por el hecho de estar dando vueltas a una plaza de poco más de ochocientos metros de perímetro.

A medida que transcurrían las horas comenzaba a desmoronarme sobre mí mismo, como si fuera un edificio implosionando. La espalda encorvada, cabeza gacha, mirada fija en el piso, brazos exánimes a ambos lados del torso, rodillas flexionadas; la viva imagen de un simio. Para ser exactos, la viva imagen de un mandril. Sí, inclusive en su tan peculiar característica. La calza que utilicé debajo de mi pantaloncito de atletismo, para preservar de paspaduras la región de la entrepierna, poseía una robusta costura que había pasado inadvertida a mi análisis sagaz.
Esta costura encajó alevosamente en mi surco interglúteo, produciendo a lo largo de las horas estragos en su delicada epidermis y aún en su dermis.

Si la frase que reza que para obtener una victoria hay que romperse el traste era cierta, yo tenía la victoria asegurada. Me quité la calza luego de más de dieciséis horas de carrera. En su reemplazo me unté vaselina por la zona afectada. La aplicación de este noble lubricante derivado del petróleo exacerbó el ardor.

Volví a colocarme el pantalón corto y reinicié la marcha. El público veía rodar las lágrimas por mis curtidas mejillas y lloraba conmigo. Si había llegado tan lejos mi sacrificio corporal, pretendía una recompensa acorde.
Consulté insistentemente sobre mi posición en la carrera. Para mi asombro, me informaron que, entre los “individuales”, marchaba en primer lugar. Por primera vez en mi vida, luego de más de ciento cincuenta carreras sobre las más variadas distancias, me hallaba al frente de la clasificación.

Las lágrimas de la emoción se mezclaban con las del ardor. Mis adversarios habían hecho largas paradas nocturnas mientras yo, como la persistente tortuga de la fábula, no había cesado de dar vueltas durante las primeras doce horas y había tomado breves descansos en las siguientes seis. Acometía el último cuarto de carrera con una ventaja abismal.

Como contrapartida, mis adversarios descontaban terreno continuamente gracias a su prudente táctica. Luché como nunca; el ardor me recordaba mi deseo de que el sacrificio de mi retaguardia no hubiera sido en vano. El epitelio perdido sería reemplazado por nuevas y lozanas células, pero quien sabe si volvería a disponer en mi vida de otra chance de ganar una carrera.

El aliento del público funcionaba como refrescante bálsamo.
Transcurridas veintidós horas, mi orgullo de mandril estaba a salvo. Paré a descansar durante cuarenta minutos y salí a recorrer los ochenta minutos finales con una indescriptible satisfacción.

Todo transcurrió en inolvidables 24 horas exactas. Escribo estas líneas, aún de pie, varios días después de ocurridos los sucesos.

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